La lectura y la escritura se entrelazan indisolublemente, y la literatura —al igual que toda creación cultural— es un laberinto interminable de influencias. Y si bien cada vez más voces argumentan que la escritura también se puede enseñar, nuestra narrativa cultural continúa perpetuando el mito del don divino, del talento innato.
Sin embargo, hay una forma inmejorable de aprender el arte de la escritura, no a través de alguna metodología didáctica, sino por el atractivo método de absorber, digerir y apropiándose de las cualidades que hacen grande a la mejor literatura: leer a los grandes autores.
Sin duda, una obra de arte nos impele a pensar sobre problemas estéticos o filosóficos, sugiriéndonos algún método nuevo, algún nuevo enfoque sobre la ficción. Pero la relación entre la lectura y la escritura no suele ser tan clara. Muy a menudo la conexión recuerda a un susurro misterioso que escuchamos mientras leemos y nos impulsa a escribir. Es como ver bailar a alguien y luego, en secreto en nuestra habitación, probar unos pocos pasos de baile.
Al leer, debemos tener presente que cada página fue una vez una página en blanco, que cada palabra que aparece no siempre estuvo allí, y que todo ello es el resultado final de innumerables decisiones, grandes y pequeñas. Todos los elementos de la buena escritura dependen de la habilidad del escritor para la elección de una palabra en lugar de otra. Y lo que retiene nuestro interés tiene que ver precisamente con esas decisiones que en su momento el escritor tomó.
Leer más es escribir mejor. Leer es recibir una clase de escritura donde los mejores escritores —Dostoievski, Flaubert, Cervantes, Kafka, Austen, Dickens, Baroja, Woolf, Bernhard, Chejov…— nos muestran sus herramientas y trucos maestros. Leer es deleitarnos con las oraciones largas y magníficas de Philip Roth; aprehender la brillantez de los personajes de Middlemarch, de George Eliot; que John Le Carré nos dé una lección de cómo avanzar la trama a través del diálogo y Flannery O’Connor otra sobre su uso del detalle revelador; o que James Joyce y Katherine Mansfield ejemplifiquen ante nosotros cómo describir la personalidad de un personaje a través del empleo inteligente de sus gestos.
Sin duda, la lista de títulos y autores imprescindibles es inabarcable. Y con tanto por leer, la tentación podría ser la de acelerar. Pero, de hecho, es esencial reducir la velocidad y leer con atención cada palabra. Debemos tomar cada libro como un forense toma un cadáver, examinando cada una de sus partes con detenimiento y apreciando el lugar que ocupan en el conjunto. Una lectura lenta, atenta, nos revela a cada instante la verdad —aparentemente obvia pero curiosamente poco apreciada— de que el lenguaje es la principal herramienta del escritor. Solemos perder de vista el hecho de que las palabras son la materia prima con la cual se hace a mano la literatura, como las notas son la materia prima para el compositor o los colores para el pintor.
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Pintor. Supongo que quieres decir los colores para un pintor. No tiene importancia. El artículo me ha parecido muy interesante y acertado.
Mónica Rei
Corregido. Muchas gracias, Mónica.