Por qué la lectura es un lujo (para algunos lectores)

En La locura del arte, una obra que hemos citado ya en más de una ocasión, Henry James nos dice que la lectura es un lujo. Si pensamos en todo lo que la lectura nos pide (según vimos la semana pasada) y habida cuenta de que la realidad pone de manifiesto que muchas personas no tienen tanto para dar, parece claro que sí, que la lectura es un lujo.

Pero, si lo es, es sobre todo porque la lectura es la forma en que nos allegamos a una obra de arte. Y disfrutar del arte ha sido, es y siempre será uno de los mayores (y mejores) lujos con los que el ser humano puede regalarse.

La lectura es un lujo

En la mencionada obra, Henry James lo expresa así:

[…] He de confesar que una lectura atenta es lo que aquí y en cualquier otro lugar pido fervientemente y lo que doy por sentado; […] El disfrute de una obra de arte, la aceptación de una ilusión irresistible, constituye, a mi parecer, nuestra más alta experiencia del «lujo», un lujo que no aumenta, según mis mediciones, cuando la obra exige la mínima atención.

Fijémonos en la condición que pone James para disfrutar de ese lujo: una lectura atenta. Solo el lector atento, conocedor, que lee paladeando, podrá disfrutar del lujo de la lectura, porque solo ante él se revelará la obra de arte.

Entonces, la lectura es un lujo, pero no si entendemos al lector como un pasivo consumidor de historias, sino cuando lo entendemos como alguien que es (que ha llegado a ser) un sensible consumidor de arte.

En su ensayo titulado La narrativa moderna, Virginia Woolf se quejaba:

El escritor parece constreñido no por su libre albedrío, sino por un tirano poderoso y sin escrúpulos que lo tiene cautivo para que ofrezca una trama, humor, tragedia, el componente romántico y un aire de verosimilitud que embalsame el conjunto.

¿Quién constriñe al autor?, ¿quién es ese tirano poderoso que menciona Woolf? El lector. ¿Tiene el lector la capacidad para constreñir al autor? Puede tenerla, como ya vimos cuando hablamos de la relación entre escritor y lector.

La libertad del autor para crear dependerá del tipo de lector para el que escriba (y tal vez del tipo de lector que él mismo sea). Si escribe para ese lector al que C. S. Lewis llamaba «lector no literario», ese lector que «solo se interesa por los hechos», que «lo único que quiere saber es qué sucedió después», escribirá justamente para un lector que solo apreciará la trama, el humor, la tragedia, el componente romántico y la verosimilitud.

No hay duda de que todos esos elementos forman parte de la literatura, pero son solo su base. Captarlos durante la narración exige una atención elemental, básica, y ya hemos visto que para Henry James el lujo no aumenta cuando la obra exige la mínima atención. Lo que significa que el lujo es mayor en aquellas obras que demandan nuestra máxima atención. Quizá porque en ellas el componente artístico o, si se quiere, el artificio literario, es mayor.

Tal vez por eso, en el ensayo titulado El arte de la ficción, Virginia Woolf propone:

[…] El relato podría reblandecerse, la trama hacerse migas; la ruina podría apoderarse de los personajes. La novela, dicho en dos palabras, podría tornarse una obra de arte.

Cuando la trama se hace migas y los personajes son una ruina (en el sentido de que no están construidos y caracterizados de una manera tradicional o realista), muchos lectores renuncian a la lectura. La atención que les exige la obra es ya más de la que ellos están dispuestos (o entrenados) para entregar.

Sin embargo, aquellos lectores que son sensibles consumidores de arte aceptan el reto: están dispuestos a reduplicar su atención y a seguir al autor hacia donde este quiera llevarlos.

Henry James lo expresa así:

Los sensibles e imaginativos pasos del lector dócil […] se hunden cómodamente en las propias pisadas del historiador; su visión se superpone a la mía como una imagen recortada en papel se proyecta en la intensa sombra de una pared y encaja, en cada punto. sin exceso ni deficiencia.

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Un lujo, pero no superfluo

Si la lectura es un lujo, un lujo que los lectores apresurados no alcanzan a disfrutar, cabe pensar que es una actividad superflua, algo de lo que podemos prescindir sin que nuestras vidas se resientan. No es así.

Que la lectura no es una actividad superflua lo muestran esas imágenes que todos hemos visto del Londres bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial. En medio del caos y los escombros, en medio de la destrucción, cuando sobrevivir podría ser la preocupación más acuciante, los lectores se sentaban entre las ruinas de librerías y bibliotecas a leer. Quizá en medio del horror, cercados por la muerte, el lujo de la lectura era una forma de supervivencia.

En su imprescindible manifiesto La utilidad de lo inútil, Nuccio Ordine cita el discurso con el que Mario Vargas Llosa recibió el premio Nobel de literatura, en el que dijo:

Un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

Ordine cita también a Eugène Ionesco:

Y si es absolutamente necesario que el arte sirva para alguna cosa, yo diré que debe servir para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada y que es indispensable que las haya. […] Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte.

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CATEGORÍAS: Lectura crítica

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