Un ejemplo de buen estilo

Hace pocas semanas alguien nos dejó un comentario en uno de los episodios de nuestro podcast Madera de Escritor en YouTube. En el episodio, porque hacía al caso del tema que tratábamos, leíamos un fragmento del inicio de La señora Dalloway, de Virginia Woolf. Al hilo de ese fragmento, una persona nos planteó una pregunta cuya respuesta entronca directamente con lo relativo al estilo de un texto literario, a cómo funciona el lenguaje dentro de él y a la exquisita atención que el escritor debe poner al usar las palabras cuando persigue (y siempre debería hacerlo) crear determinados efectos en el lector. Como estas semanas venimos hablando sobre estilo, se nos ocurrió que compartir y ampliar la respuesta que dimos en su momento a través de la red social podría ser muy interesante.

Vamos allá.

El inicio de La señora Dalloway

Para comprender la pregunta que nos dejó nuestro oyente es preciso conocer primero el fragmento de la novela de Virginia Woolf que leíamos en el podcast. Se trata del comienzo de un párrafo que se encuentra en la primera página de la novela (pero no es el primer párrafo). Es este:

¡Qué emoción! ¡Qué zambullida! Porque no otra era la sensación que [Clarissa Dalloway] tenía siempre en Bourton, cuando, con un leve chirrido de los goznes —que todavía era capaz de oír—, abría de par en par las puertas con cristaleras que daban al jardín y se sumergía en el aire del campo. El aire, muy temprano por la mañana, era transparente y tranquilo, más en calma que este, desde luego; como el restallido de una ola, como el beso de una ola.

Para contextualizar este párrafo quizá convenga decir que lo que se expone es un recuerdo. Clarissa se ha trasladado, por efecto de su memoria, al jardín de la casa en la que pasaba los veranos cuando tenía dieciocho años. Si bien ese contexto no es especialmente relevante para lo que vamos a explicar, que atañe únicamente al modo en que Woolf ha usado el lenguaje en estas frases. (Siempre de acuerdo con la traducción que José Luis López Muñoz realizó para la edición de Alianza con depósito legal de 1994, que es la que manejamos).

La pregunta

Ahora que conocemos el texto que suscitó la pregunta, veamos cuál era esta:

Agradezco su enseñanza. Escuché cinco veces el audio para entender. Sin embargo, quedé confundido con la parte de «como el estallido de una ola, como el beso de una ola» (espero haber escuchado bien). La pregunta es, ¿cómo besa una ola? Alguien podría besar un objeto inanimado, pero el objeto nunca podrá hacerlo; un hombre puede besar el trofeo, pero el trofeo no puede besar. Además, una ola estalla fuerte contra las rocas, justamente por eso se le llama estallido, pero en la narración se relaciona con la calma del aire. ¿Qué similitud tiene el aire calmado con el estallido? Gracias.

Es necesario apuntar que, en efecto, el oyente no había escuchado bien: el texto dice «el restallido de una ola» y no «el estallido de una ola». Esto tiene su importancia, como veremos después. Asumimos enteramente la culpa, seguramente la locución daba lugar a error.

La personificación

Comencemos por una de las dudas que planteaba nuestro oyente: ¿cómo besa una ola?, ¿puede besar un objeto inanimado? La respuesta es sí, al menos en literatura.

Que los objetos inanimados besen es un recurso que se usa habitualmente en el lenguaje literario. Se vienen a la cabeza los versos de la Rima IX de Gustavo Adolfo Bécquer, donde todo besa:

Besa el aura que gime blandamente
las leves ondas que jugando riza;
el sol besa a la nube en Occidente
y de púrpura y oro la matiza;
la llama en derredor del tronco ardiente
por besar a otra llama se desliza,
y hasta el sauce inclinándose a su peso,
al río que le besa, vuelve un beso.

Pero los objetos inanimados no solo besan: también muerden, caminan, ríen, lloran, suben, bajan… Es una figura retórica conocida como personificación.

La personificación consiste en eso: en otorgar cualidades o capacidades humanas a objetos inanimados (también a animales). Es un recurso de uso muy común, precisamente por su capacidad para crear imágenes plásticas, persuasivas, con distintos objetivos: dar impresión de movimiento y acción en pasajes que de otro modo podrían no tenerla, transmitir sensaciones al lector (la suavidad de un beso, por ejemplo), o crear modos de expresión que lo sorprendan, causándole deleite.

Veamos algunos ejemplos de personificación tomados de diversas obras literarias:

En esta personificación, sacada de La fuente de la Edad, de Luis Mateo Díez, la claridad del día se transforma en una extremidad que tantea el fondo de una cueva como si de una mano que palpase un escondrijo se tratase: «Percibieron, a la vez, la claridad que entraba en la cueva como la mano que palpa en el escondrijo».

Esta, de Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela, es muy sencilla: «El agua canta a voces en la cascada gimnástica y saltarina». En ella el agua canta (a voces, un detalle magnífico), pero además se le conceden otros atributos humanos, como ser «gimnástica y saltarina».

Aquí Juan Marsé usa una personificación junto con una onomatopeya: «¡Aaaah…!, hizo sobre su cabeza la copa de un pino estremecida por la brisa»; es un ejemplo tomado de su novela Últimas tardes con Teresa.

Pero no solo los textos literarios están plagados de personificaciones, también nuestro lenguaje diario lo está, porque también los hablantes «normales» de una lengua usamos figuras retóricas, de continuo y casi siempre sin darnos cuenta, para transmitir con mayor efectividad nuestras ideas y asegurarnos la comprensión del oyente (así como su atención). Por ejemplo, cuando dices que tu teléfono se ha muerto, para indicar que se ha quedado sin batería, o que una prenda de ropa pide a gritos ser lavada estás usando personificaciones, usando el lenguaje de forma metafórica, como tan a menudo se hace en literatura.

El lenguaje literario es un lenguaje metafórico

Hay que tener presente que el lenguaje literario es, casi siempre, un lenguaje metafórico, connotado, simbólico… que con frecuencia no quiere decir de manera textual lo que las palabras significan. Cuando Virginia Woolf escribe «como el beso de una ola» no espera que el lector se imagine una ola con labios que besa al bañista (o la playa o las rocas), sino ese modo suave en que la ola se desliza sobre una superficie, como besándola. El lenguaje literario con frecuencia no es literal. El escritor ha de tener la habilidad para usarlo así, pero también el lector ha de tener la habilidad de entenderlo.

Pensemos que es con el lenguaje como el escritor trata de comunicarle al lector esa idea del mundo que él se hace, su manera de ver las cosas (fruto de la mirada del escritor de la que ya hemos hablado tanto). El buen escritor toma el papel no de mero observador, sino de intérprete del mundo. Con su imaginación, crea una realidad nueva y usa el prisma del lenguaje para presentársela al lector. Como la realidad a la que el autor alude ya no es la que cualquier observador puede apreciar, el escritor necesita servirse de diferentes recursos para comunicársela al lector.

El uso de recursos retóricos le da al texto literario tres de sus rasgos distintivos: el texto literario, idealmente, es original, y por eso da forma al estilo del autor, distinguiéndolo del uso que hacen otros autores; es polivalente, porque supone diversas opciones de interpretar el texto (pensemos en cómo aquí nuestro oyente lo interpretó de manera literal); y es casi siempre sorprendente para el lector, quien comprende que ese uso del lenguaje es justamente uno de los atributos que convierten ese texto en literario.

Por supuesto, no todos los recursos estilísticos (ni las personificaciones, ni cualquier otro) se usan siempre de manera original. Hay muchos que forman parte ya del acervo literario, que son modos habituales de escribir (y aun de decir); es lo que Vladimir Nabokov denomina «escribir con la letra redondilla de la tradición literaria». Por ejemplo, el beso de las olas es una imagen muy habitual, usada ya por muchos escritores antes que por Virginia Woolf. Todos los escritores se apoyan en esos recursos que forman parte del acervo de continuo, es lo que se conoce como estilo literario neutro; aunque quizá lo que distinga al escritor verdaderamente bueno, al escritor genial, es la capacidad de crear los suyos propios.

La magia del fragmento de Virginia Woolf

Pero al examinar el fragmento que nos ocupa de La señora Dalloway nos dimos cuenta de que contiene mucho más que una personificación. Virginia Woolf es una excelente estilista; James Wood la cuenta entre los que él considera «millonarios del estilo».

Para comprender cabalmente lo que la escritora hace en ese puñado de líneas es necesario añadir al fragmento que ya conocemos la frase que cierra el párrafo anterior y que dice: «La mañana tenía la misma transparencia que si estuviera destinada a unos niños en la playa». Es decir, el texto resultaría así:

[…] La mañana tenía la misma transparencia que si estuviera destinada a unos niños en la playa.

¡Qué emoción! ¡Qué zambullida! Porque no otra era la sensación que [Clarissa Dalloway] tenía siempre en Bourton, cuando, con un leve chirrido de los goznes —que todavía era capaz de oír—, abría de par en par las puertas con cristaleras que daban al jardín y se sumergía en el aire del campo. El aire, muy temprano por la mañana, era transparente y tranquilo, más en calma que este, desde luego; como el restallido de una ola, como el beso de una ola.

Lo que la autora hace con el lenguaje es lograr que el lector se represente esa mañana en la que la señora Dalloway sale de casa dispuesta a comprar unas flores como una mañana en la playa. Todavía más, como una mañana pasada en la playa cuando uno es un niño. Si el lector ha tenido esa experiencia, es capaz de representarse de inmediato no solo los aspectos sensoriales de esa mañana: luz, olores, sonidos, temperatura…, sino también los emocionales: libertad, expectación, goce… Y la escritora usa esa imaginería en las frases siguientes.

Así, escribe «¡Qué zambullida!», escribe «se sumergía en el aire del campo», remitiendo de nuevo al lector al agua, a lo marino. Y remata el párrafo diciendo que el aire es «como el restallido de una ola, como el beso de una ola», completando esa idea de frescura, de transparencia y de calma. Ha logrado establecer una comparación entre esa mañana de playa que unos niños disfrutan con la mañana en la que la señora Dalloway sale de compras para ultimar los detalles de la fiesta que dará por la noche. Y lo hace con tal eficacia que el lector puede representarse, casi compartir con la protagonista, la frescura y la luminosidad del día.

Todavía hay más. Woolf usa el lenguaje para apelar también a nuestro sentido del oído. Lo hace primero con la mención al ruido que emiten al abrirse las puertas de vidrio que dan al jardín: «con un leve chirrido de los goznes». Y lo vuelve a hacer de inmediato al referirse a la ola: «como el restallido de una ola, como el beso de una ola».

Más aún, ese «restallido» parece además completar la imagen del beso que da la ola, porque muy bien puede evocar también el sonido del beso que se invoca en ese par de frases. El comparar el ruido de los besos con estallidos o restallidos es igualmente algo habitual tanto en la poesía como en la prosa (estilo literario neutro). Como en los versos de El reo de muerte de Espronceda (hoy va de poetas del Romanticismo): «[…] Resuena una alegre cantilena […] y el amoroso estallido de los besos y el danzar».

No podemos suponer que la forma en que Virginia Woolf ha usado el lenguaje en esas pocas frases sea fortuita, fruto del azar. Antes bien, podemos imaginar que obedece a una intención de la escritora, que maneja las palabras, las ordena y las relaciona entre sí de un modo determinado, de acuerdo con los efectos que busca crear y las imágenes que quiere trasladar al lector.

Así se maneja el lenguaje. Así es como debe aspirar a escribir un escritor, prestándoles exquisita atención a las palabras.

Y si el lector quiere, parafraseando a Nabokov, absorber y entender todos los detalles del texto para gozar con lo que el autor deseó que fuese gozado, es necesario igualmente que preste exquisita atención al lenguaje.

Si quieres aprender lo necesario para mejorar tu estilo o, como lector, comprender mejor la fina y mágica red que el lenguaje teje en torno a ti cuando lees, la semana que viene comenzará nuestro curso de estilo.

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Para concluir, no está de más observar que las frases que hemos analizado pertenecen, como queda dicho, a la primera página de La señora Dalloway. Cuando se habla de escribir una primera página «impactante» o «que enganche», rara vez se alude al lenguaje, pero estas líneas de la novela de Woolf son un excelente ejemplo de la eficacia de las palabras (cuando se usan bien) para cautivar el interés y la atención del lector e insuflarle de manera sutil el deseo de adentrarse en la obra.

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