Si parto de la idea de que la narrativa de un país es una especie de diario íntimo de la sociedad que lo constituye, entiendo que de su lectura se desprende un panorama narrativo despreocupado y por tanto preocupante y nada saludable desde mi punto de vista. Comparto la hipótesis de que la narrativa, siendo al tiempo síntoma, contribuye semánticamente a la mala o buena salud de la comunidad política (polis, comunidad, sociedad) en la que se produce, circula y utiliza. Desde ese punto de vista creo que no goza de buena salud. Esta polis en la que habitamos vive dominada por una serie de narraciones que una y otra vez repiten la misma cantinela: sálvese quien pueda. Esta es la narración dominante, ya tome cuerpo en las narraciones cinematográficas, en las televisivas, en las familiares, en las interpersonales o en las narraciones laborales (estas últimas, las que tienen lugar en el interior de los lugares de trabajo, tienen una relevancia extraordinaria y pocas veces, por no decir nunca, se habla de ellas). El sálvese quien pueda es una narración que tiene, entre otros, dos efectos peligrosos para la salud pública: destruye el propio concepto de lo público (y llamo público a ese espacio donde se concreta la evidencia de que vivir es convivir con los otros, pues es con los otros con quienes nos construimos, o destruimos) y fomenta el asesinato como forma de supervivencia. Asesinato cruento o incruento pero asesinato. Esa narración que tiene nombre concreto: el capitalismo, nos condena a todos a la soledad.
Pues bien, la narrativa en España, actualmente, es una narrativa cómplice con este asesinato. Alguien puede pensarse que estoy haciendo un juicio político y quisiera aclarar que por supuesto, pero que lo que estoy expresando es también, y sobre todo, un juicio literario porque una narrativa que -en su campo propio, es decir, en el campo de lo narrativo- no es capaz de enfrentarse a esa narración dominante, es una narrativa -repito, narrativamente hablando- débil, sometida, domesticada y servil. Su complicidad se manifiesta en variantes diversas -esto es lo que algunos llaman “pluralidad de tendencias”- cuando en realidad habría que decir que esa complicidad se concreta en diversos grados: algunas modalidades están dedicadas a las víctimas y otras a los asesinos. Las dirigidas a las víctimas practican el sentimentalismo humanista -”no os preocupéis pues todos somos víctimas del destino”- o la animación cultural -”ser creativos, positivos, divertidos que así espantareis al asesino y si no al menos la muerte os pillará entretenidos”. Las dirigidas a los asesinos practican la motivación -”no hay otra ley, todos quieren ser asesinos pero sólo vosotros lo aceptáis sin hipocresía”- o el adiestramiento -”dadles esperanza y así los encontrareis confiados”. No es extraño que más de un 80% de las novelas más leídas de estos últimos 25 años tengan una estructura policíaca o pseudopolicíaca, desde “La verdad sobre el caso Savolta” hasta “Soldados de Salamina” de Javier Cercas.
Novelas que se hayan enfrentado a la narración dominante -y esa es la función literaria que habría que exigirles a la narrativa en su conjunto- hay pocas, muy pocas. Lo que abundan son las novelas cómplices y, por tanto, redundantes, escritas con más o menos oficio, intentando cumplir siempre con esa obligación mínima de todo discurso vacuo: entretener al lector. Una obligación que contiene dentro la humillante idea de que los lectores somos una especie de niños aburridos que sólo se divierten con virtuosismos de payaso o juegos de magia que sacan de la chistera historias felices de perdedores o miradas compasivas y comprensivas sobre ganadores. De ahí también el éxito de lo que suelo llamar “literatura simpática”. Otra rama de novelas cómplices que actualmente proliferan, podría llamarse “novelas de la sensibilidad literaria”. Son novelas de corte metaliterario, en las que el tema suele ser la propia escritura, la figura del escritor, novelas sobre novelas: la novela que no escribí o la novela que un lector escribió para que la leyera un autor, etc. Tienen un público claro: lectores a los que les gusta sobre todo es que les guste la literatura y aman esas novelas que les refuerzan esa “distinción”. En el fondo la narrativa española actual es una narrativa “cursi”, sentimentalista, de izquierdas o derechas, con mucho existencialismo costumbrista, y siempre teñida de un humanismo fácil. Una narrativa, incluso la que se presenta con aires experimentales, que se cobija en uno de los dogmas literarios de nuestro tiempo de cobardes: la novela debe limitarse a plantear preguntas y no debe ofrecer respuestas. Como si no estuviéramos hartos de preguntas. No estaría mal que alguien se arriesgara a proponer respuestas. Pero nadie está dispuesto a perder ”clientes” y lo más prudente es quedarse en las preguntas. Una narrativa bastante conservadora en definitiva.
Eduardo Mendoza, hace unos años hizo unas declaraciones sobre la muerte de la novela que se entendieron mal. Mendoza habló de la muerte de la novela de “sofá”, esas novelas que están escritas para que el lector “mate el tiempo”, se entretenga bien arropadito en su sofá mental o físico, novelas que yo llamo “novelas de adosados”, de conurbanizaciones con jardín y guardia de seguridad. Se equivocó: siguen siendo esas novelas las hegemónicas en el mercado. Hay excepciones, pocas. Autoras y autores que se resisten a entrar en esa lógica literaria se pueden contar con los dedos de una mano.
De la entrevista a Constantino Bértolo publicada en Culturamas.
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