Un problema fundamental al escribir poesía es la creencia popular de que se trata de un «camino» para descargar todo el peso de nuestros sentimientos inmensos y confusos. Tenemos que desmantelar un mito: la musa no existe y los sentimientos no son el único pan que nos alimenta.
Amor y odio, por ejemplo, son sólo dos palabras. Hay muchos matices del amor e infinitos matices de odio: al escribir poesía debemos aprender a reconocer, observar, escuchar estas gradaciones y estos tonalidades.
El poema, usando una metáfora, es como el proceso de revelado fotográfico con el que se saca la imagen de la foto de una hoja sumergida en químicos líquidos. Tomo mi fotografía —el primer borrador del poema— y la desarrollo en la oscuridad de mi habitación —la fase de reescritura—.
El poeta —otra metáfora, así empezamos a habituarnos—, con su poesía debe llegar al centro del argumento, al corazón de la cuestión. El poema es como una flecha con la que se debe dar en el blanco.
Así que tenemos que trabajar nuestra actitud poética y trabajar para conseguir con la palabra exactamente aquello que queremos, para expresar lo que pensamos y sentimos. Debemos ser implacables con el poema, para así abrir en el lector —con cada poema—, un mundo nuevo, nuevas emociones, ideas, imágenes…